"Por convención son lo dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, el color.
En realidad sólo son los átomos y el vacío".
Demócrito de Abdera
Una hoja en blanco. Un lienzo en blanco. Un escenario vacío. Un estadio desnudo, sólo sillas, césped, focos. Un mercado media hora antes de abrir. Los cables justo antes de entrar en el enchufe. La electricidad que flota, que pertenece en el aire muerta de ganas por estallar. El instante previo, el postrero. Lo que va a pasar. La improvisación. La secuencia inacabada. Una forma de adelantarse en el tiempo y hacerlo nuestro aunque sea sólo por una vez. Es el movimiento. El pie a punto de pisar la arena mojada. Ella a punto de aparecer por aquella esquina. El vaso de leche que va hacia el suelo y se hará pedazos. Es Peckinpah. Hitchcock. El temor. El suspense. Todo lo que puede pasar. La incertidumbre.
Mientras estás ahí dentro de ese vacío, de ese espacio suspendido, vives la acción antes de que suceda, estás produciéndola dentro de tu cabeza. El vacío, lo incompleto, lo que tratamos llenar escribiendo, leyendo, esculpiendo el mármol, tocando el piano, escuchándolo. El vacío del miedo. El terror. También es lo que el ser humano ha estado intentando evitar desde hace miles de años.
Desde que se irguió sobre sus dos patas. Desde que salió de la cueva y miró todo lo que rodeaba y se sintió como una pelusa de algodón. Entonces lo llenó de dioses, de normas, de leyendas, de espíritus, de arte, de ciencia. El vacío, los límites de lo conocido. Ha sido el motor de la Humanidad, hasta tal punto que se puede llamar al un hombre: “Llenador de vacíos”... y también creador de ellos. La pregunta y la respuesta.
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