Hoy es noche de luna llena en Lisboa. Caliente noche de verano y luna llena.
Al otro lado del Tajo tiemblan cientos de redondas y pequeñas luces amarillas. La superficie del río tiene un color azul oscuro, profundo, ciego, salvo por una franja plateada, escurridiza, casi de cristal, que lo recorre de un lado a otro como una bonita cicatriz metálica.
Es lo único que une una orilla con otra a estas horas sin barcos, ni botes ni relucientes transatlánticos de lujo. Sólo un ferry repleto de luces como una feria flotante trae noticias de enfrente. De lo que sea que hay enfrente a estas horas. Nadie sabe qué puede haber allí. Tan oscura, la otra parte. Sólo vemos sus luces, de quienquiera que sean, titilar, pero no sabemos qué alumbraran ellos con esas lámparas, qué clase de hijos tendrán ni si sangrarán cuando se corten con el cuchillo. Ni siquiera si tendrán cuchillos. Pensar en la otra orilla, a estas horas de la noche, no parece más cercano que pensar en Venus, en Babilonia, en Samarcanda… cientos de millas de pistas de jade verde, alambres de espino, gente con palabras en la boca. Cuando el ferry-carpa de circo amarra en el muelle se hace un silencio en la plaza, en las calles estrechas del barrio de pescadores, en las enormes tiendas que venden bacalao, té, botellas de ron transparente. Nadie espera que baje nadie. Sólo las bombillas de colores parecen moverse en los cables como si quisieran irse juntas a la cama, como si pudieran no cortarse con sus propios cristales. El resto son personas que piensan en otras personas, que echan de menos a otras, que huyen de ellas; seres que arrastran los pies cansadamente y se pierden por los muros cóncavos de la Alfama para dormir en las pensiones de cocineros de alta mar ahora ocupadas por paquistaníes delgados y sonrientes con camisetas de equipos de fútbol y películas de Bollywood bajo el brazo.
A media distancia escuchamos ladridos de perros,
motores renqueantes de tranvía,
gritos de matrona,
platos entrechocándose, tenedores pinchando en loza,
cucharas rebañando.
Se oyen hojas secas arrastradas por el viento a través de toda la terraza; desde los
árboles de atrás
hasta la barandilla.
Luego se lanzan hacia los tejados rojizos de las casas blancas
y nunca más se las oye.
(continúa)