miércoles, 12 de septiembre de 2007

1

Hoy es noche de luna llena en Lisboa. Caliente noche de verano y luna llena.

Al otro lado del Tajo tiemblan cientos de redondas y pequeñas luces amarillas. La superficie del río tiene un color azul oscuro, profundo, ciego, salvo por una franja plateada, escurridiza, casi de cristal, que lo recorre de un lado a otro como una bonita cicatriz metálica.

Es lo único que une una orilla con otra a estas horas sin barcos, ni botes ni relucientes transatlánticos de lujo. Sólo un ferry repleto de luces como una feria flotante trae noticias de enfrente. De lo que sea que hay enfrente a estas horas. Nadie sabe qué puede haber allí. Tan oscura, la otra parte. Sólo vemos sus luces, de quienquiera que sean, titilar, pero no sabemos qué alumbraran ellos con esas lámparas, qué clase de hijos tendrán ni si sangrarán cuando se corten con el cuchillo. Ni siquiera si tendrán cuchillos. Pensar en la otra orilla, a estas horas de la noche, no parece más cercano que pensar en Venus, en Babilonia, en Samarcanda… cientos de millas de pistas de jade verde, alambres de espino, gente con palabras en la boca. Cuando el ferry-carpa de circo amarra en el muelle se hace un silencio en la plaza, en las calles estrechas del barrio de pescadores, en las enormes tiendas que venden bacalao, té, botellas de ron transparente. Nadie espera que baje nadie. Sólo las bombillas de colores parecen moverse en los cables como si quisieran irse juntas a la cama, como si pudieran no cortarse con sus propios cristales. El resto son personas que piensan en otras personas, que echan de menos a otras, que huyen de ellas; seres que arrastran los pies cansadamente y se pierden por los muros cóncavos de la Alfama para dormir en las pensiones de cocineros de alta mar ahora ocupadas por paquistaníes delgados y sonrientes con camisetas de equipos de fútbol y películas de Bollywood bajo el brazo.

A media distancia escuchamos ladridos de perros,

motores renqueantes de tranvía,

gritos de matrona,

platos entrechocándose, tenedores pinchando en loza,

cucharas rebañando.

Se oyen hojas secas arrastradas por el viento a través de toda la terraza; desde los

árboles de atrás

hasta la barandilla.

Luego se lanzan hacia los tejados rojizos de las casas blancas

y nunca más se las oye.

(continúa)

2

Al mismo tiempo oigo tu cuerpo encogiéndose y extendiéndose bajo tu ropa

tan suave y tierno.

Y pienso en meterme dentro. Apretarme dentro.

Lascivia melancólica causada por la noche, el silencio y el viento húmedo.

Por tu cuerpo también, claro, que no deja de frotarse bajo la ropa

con su otro frío diferente al mío

que es como el de un pollo al horno.


Las campanas del monasterio de San Miguel suenan como cascabeles entre los muros de la antigua muralla entre los que nos escondemos. Entre los que sujeto tu cara con las

dos manos para verla de cerca, en silencio, ahora que es de noche y puedo notar tu tintineo de pétalos bajo los párpados.

Percibo el estado de excitación suprema de la mañana posterior a conocerte como un diminuto campo eléctrico en la superficie de mis labios.

Tus ojos son más verdes por la noche. Los conocí casi sin luz. Ahora los veo así también. Me fascinaron cuando te conocí y lo siguen haciendo. A veces ni lo pienso. Hubo un tiempo en que hasta me dieron cierto tipo de miedo. No se si ese tiempo pasó ya de largo.

Hay una estatua que tiene una carabela y una pluma en cada mano. Un chiringuito. Una bandera americana pintada en el muro con bombas en vez de estrellas. Arriba, en lo que parece ser el cielo pero bien podría ser el techo de un horno, el interior de una pelota de playa, un bol de cerámica de Talavera; hay también algunas estrellas. No demasiadas. Sólo esa gran Luna que baja la luz que ni siquiera es la suya propia para probar la temperatura del Tajo.

Escribo casi sin luz. Oriento mi cuaderno, lo inclino, hacia la luz anaranjada de una farola. Se empeña en golpearme la mano cada dos por tres, movida también por el viento. Como las ramas de los grandes árboles oscuros de la plaza. Dos cipreses y una palma.

(continúa)

3

Me gustas tanto bajo esta luz, bajo esta Luna, sobre este río, sobre esta terraza, batida por este viento, que no puedo pensar en ninguna otra cosa. Me gustas tanto como aquella noche bajo otras farolas más amarillas, otros adoquines más negros, un río más pequeño, una Luna sin llenar. Tu pelo más largo, tus zapatos amarillos. Casi no recuerdo y me odio por eso. Me gustaría tanto volver a vivir estos años que me estoy volviendo loco sólo por la impotencia. La impotencia puede volver loco a una persona; mucho más que la falta o el exceso de fluidos, de humores, en la azotea.

Las hojas del cuaderno, removidas por el aire, me golpean la mano, en cada golpe.

Los ibis cantan echándose de menos.

La ranas también.

No se cuándo volveré a verte.

Unos americanos ríen y hablan en voz demasiado alta para lo que apunta la noche, que es a callarse, sentarse en el bordillo, hacer el amor despacio, sudando, perdiendo la razón, que es como ha de hacerse en noches como estas, con vientos como estos, con lunas gordas de luces argentinas como estas.

Hay ruinas árabes, iglesias caribeñas sobre ellas, verjas que forman sombras curvadas y peligrosas sobre los dibujos geométricos de la cerámica, sobre mi espalda. Me parece oir cómo cantas a lo lejos. Las tiras de metal que me separan de los tejados de las casas de esta Lisboa sosegada, silenciosa, con ganas de acostarse, no tienen ya sombra de tan oscuro que está todo.

“Nunca pensé en encontrarme contigo, con alguien como tu, en una noche como esta. Nunca pensé en salir a la calle y tenerte tan cerca”.

Yo sólo volvía a casa.

Un viento demasiado fuerte para ser brisa empuja tu pelo hacia la barandilla

hacia el río,

hacia la Luna,

hacia dónde caen las hojas,

hacia todo eso.