miércoles, 12 de septiembre de 2007

3

Me gustas tanto bajo esta luz, bajo esta Luna, sobre este río, sobre esta terraza, batida por este viento, que no puedo pensar en ninguna otra cosa. Me gustas tanto como aquella noche bajo otras farolas más amarillas, otros adoquines más negros, un río más pequeño, una Luna sin llenar. Tu pelo más largo, tus zapatos amarillos. Casi no recuerdo y me odio por eso. Me gustaría tanto volver a vivir estos años que me estoy volviendo loco sólo por la impotencia. La impotencia puede volver loco a una persona; mucho más que la falta o el exceso de fluidos, de humores, en la azotea.

Las hojas del cuaderno, removidas por el aire, me golpean la mano, en cada golpe.

Los ibis cantan echándose de menos.

La ranas también.

No se cuándo volveré a verte.

Unos americanos ríen y hablan en voz demasiado alta para lo que apunta la noche, que es a callarse, sentarse en el bordillo, hacer el amor despacio, sudando, perdiendo la razón, que es como ha de hacerse en noches como estas, con vientos como estos, con lunas gordas de luces argentinas como estas.

Hay ruinas árabes, iglesias caribeñas sobre ellas, verjas que forman sombras curvadas y peligrosas sobre los dibujos geométricos de la cerámica, sobre mi espalda. Me parece oir cómo cantas a lo lejos. Las tiras de metal que me separan de los tejados de las casas de esta Lisboa sosegada, silenciosa, con ganas de acostarse, no tienen ya sombra de tan oscuro que está todo.

“Nunca pensé en encontrarme contigo, con alguien como tu, en una noche como esta. Nunca pensé en salir a la calle y tenerte tan cerca”.

Yo sólo volvía a casa.

Un viento demasiado fuerte para ser brisa empuja tu pelo hacia la barandilla

hacia el río,

hacia la Luna,

hacia dónde caen las hojas,

hacia todo eso.

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