viernes, 23 de noviembre de 2007

Fly like a butterfly, sting like a bee

Llueve tan fuerte que no puedo oír la música de mis altavoces.

Es como si cayeran cientos de piedras sobre el techo de madera de la habitación.

Toda el agua recogida por el tejado cae por delante de mi ventana
como una cascada amazónica; con fuerza, golpeando el suelo y el césped de jardín, la superficie rojiza del arroyo, los escalones grisáceos.

Puedo verla reflejar la luz del flexo encendido a pesar de la oscuridad.

Lo apago, quito la música, me sumerjo en el ruido, en la corriente que me pasa por encima al otro lado de las vigas y las planchas de madera y casi noto como me cae en las manos, en la nuca, en los pies con ese espeso y esponjoso olor a hierba, a plantas a cientos de árboles con sus perfiles afilados recortados sobre este cielo iluminado de luna llena tropical.


Para.


Sólo queda la lenta cascada sobre la hierba, el motor de mi ordenador susurrando. Nada más.
Todos esperamos.


Vuelve. Esta vez más fuerte sobre el drive-thru de la esquina, sobre el mercado latino, sobre los mosquitos, los caimanes, el arcaico Whataburger, la fuente sin chorro, las enormes 4x4, sobre los aún más grandes pick up trucks, sobre las niñas rubias ultramaquilladas a la puerta de la discoteca, los negros haciendo cola para entrar en su club, los carteles de las fraternidades, los tejados puntiagudos y austeros de las iglesias protestantes, la estrella de David azul, el campo de golf, las parabólicas, los lagartos, sin descanso, sin tomarse un respiro lo sacude todo a oleadas, como una cortina que apenas deja ver las caras de los otros iluminadas por los relámpagos, las cajas de los aires acondicionados, las hojas relucientes.

No puedo oír casi nada por el zumbido, ni siquiera mi voz.

Cierro los ojos y me dejo mecer por el sonido, ahora más fuerte, ahora menos.

No puedo dormir.

Esta vez no para en toda la noche.

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